En esa nutrida disquería de don Emilio García Aliendre aprendí a gozar la música en su plenitud. Apostado al pie del gigantesco “bafle” en el umbral de la tienda, me solazaba viendo los catálogos que publicaban periódicamente los estudios “Lyra”, “Lauro” y “Heriba” con fotos en miniatura de las tapas. Aún conservo algunos ejemplares de esas joyas gráficas. La música que recibía con el oído pegado al “bafle” mientras leía los catálogos, me sumía en una torre de babel que desde entonces me negué a abandonar:
Me solazaba igual con las cuecas y huayños de Delfín Sejas, con las trovas mestizas de Bony Alberto Terán, los gorjeos supremos de Luzmila Carpio, la voz dulce y firme de Zulma Yugar o el canto inigualable de Gladys Moreno; en contrapunto con el “rock progresivo” de Los Bonny Boy Hots, 50 de Marzo y Los 606. Me aprendí de memoria “La Balsa” de Los Gatos; Los Jaivas y Los Jairas cada cual en su lugar del estante. Me llegaron los ecos de Woodstock con los LP´s de Santana y Wara lanzó su memorable “El Inca”. En medio de este melodioso caos, el Gato Barbieri y su “Bolivia” terminaron por definir mi identidad musical.
El vinil “Bolivia” contenía cinco temas: “Merceditas”, “Eclypse/Michellina”, “Bolivia” “Niños” y “Vidala Triste”. Cito los títulos para explicar mejor la idea del saxofonista argentino: no era la fusión en sí lo que sorprendía, sino la libertad absoluta de improvisar desde los instintos básicos, desde la intimidad insondable de un artista buscando rastros dispersos de su ancestralidad. El chamamé y la cueca se asoman con pincelazos de una cadencia inconfundible; pero el saxo impone su sonido con la fuerza energizante que el Gato Barbieri tomó prestada de su genial par John Coltrane.
En 1971, Gato Barbieri publicó una placa precursora de “Bolivia”: “Under Fire”, que contiene unas raras reminiscencias jazzísticas de tradicionales zambas argentinas, al estilo de Los Chalchaleros, como el clásico “Lunita Tucumana” de Atahuallpa Yupanki. El año 2002, Barbieri juntó “Under Fire” y “Bolivia” en un solo DVD.
El pasado año, la periodista Teodelina Basavilbaso lo visitó en su domicilio de Nueva York. “¿Cómo ve su futuro?”, le preguntó. “Me voy a morir en tres o cuatro años”, respondió categórico. Desgraciadamente no llegó a tanto. Falleció el pasado 2 de abril, el día de mi nacimiento, a sus 83 años. El 23 de noviembre ofreció su último concierto en el club Blue Note de la ciudad que lo adoptó.
Llama la atención cómo quien tuvo el mundo a sus pies pudo terminar sumido en el más impenetrable de los olvidos: “Será porque he hecho todo lo posible por complicarme la vida” —manifestaba Leandro “Gato” Barbieri hace unos años—. “Y lo he conseguido”. Por algún motivo, la crítica sigue empeñándose en incluirle entre los pioneros del latin jazz: “Yo no tengo nada que ver con eso”, insistía. “Tanto que los músicos de jazz no me consideran un músico de jazz y los músicos latinos no me consideran un músico latino”.
Hay quien explica la quebradiza trayectoria del músico en su tartamudez, que hizo de él un niño atormentado por sus semejantes en su Rosario natal, “donde excepto prostíbulos, no había mucha vida nocturna”.
Considerado un activista político por sus álbumes sobre América Latina, Barbieri, uniendo el avant-garde jazz de los 60s con sus propias raíces folklóricas argentinas, logró preeminencia marcada por un estilo único y bien reconocible. Con más de 50 álbumes en su haber, Leandro Barbieri, apodado “Gato” por su esposa Michelle, nació el 28 de noviembre de 1934, en Rosario, provincia de Santa Fe, Argentina, en una familia musical; su tío clarinetista y su hermano mayor trompetista. A los 12 años de edad tomó lecciones de clarinete y heredó de su tío un saxofón roto. Mientras lo arreglaba aprendió a tocarlo, y luego estudió saxo alto y composición durante cinco años en Buenos Aires, donde su familia se había instalado al año siguiente. Inicialmente, al rechazar la música popular de su tierra natal, se dejó influenciar por los grandes músicos norteamericanos, especialmente los saxofonistas John Coltrane y Charlie Parker, cuyos revolucionarios sonidos comenzaban a poblar el ambiente jazzístico argentino.
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