—La música popular boliviana ha discurrido por varios rumbos. A mediados de los años 60, una nueva sensibilidad generacional apareció entre los músicos jóvenes de las ciudades, como parte de las transformaciones culturales y los nuevos valores que los jóvenes de la “década maravillosa” empezaron a crear. En Bolivia, esta sensibilidad se vinculó con una nueva manera de ver el folklore o las tradiciones musicales bolivianas, muy a tono con lo que pasaba en el mundo. Uno de los rasgos de la época fue la valoración de las tradiciones populares de cada país, una tendencia que los folkloristas de todo el siglo XX habían cultivado, viajando por los pueblos y los entornos rurales de sus países, grabando, clasificando y luego difundiendo los repertorios musicales de sus países. Sin embargo, al estar influidos por las modas culturales juveniles (rock, hippies, psicodelia, rock progresivo, balada pop, etcétera), estos jóvenes músicos empezaron a recrear el acervo musical tradicional, adaptándolo a los gustos de la época. Por otra parte, el nuevo sonido (que en mi libro yo lo llamo como el “neofolklore”), parecía ser más “auténtico”, más cercano a las “raíces” o a la “savia” de nuestra identidad, a diferencia de la música popular que se había practicado en décadas anteriores, con instrumentos y arreglos de tinte occidental. Los folkloristas bolivianos de los 60 y de los 70 reemplazan estos instrumentos por quenas, zampoñas, charangos y wanq’aras. Vestían ponchos y trajes con warawas coloridas, bautizaban a sus grupos y discos con nombres en quechua o en aymara, y así sucesivamente. Aparecieron las “peñas folklóricas” y los festivales de folklore, las “ñustas” del folklore, etc. Por su parte, los jóvenes de clase media empezaron a vestir con chuspas, chumpis, ojotas, a pijchar coca, a acudir a rituales indígenas, a ponerse chompas de alpaca y muchas otras cosas así. Se convirtió en parte de nuestros gustos cotidianos, a diferencia de las generaciones de las clases altas y medias de antes, que rechazaban estas apariencias y costumbres “de indios”. Este gusto por las cosas “típicas” del país, es algo tan frecuente desde entonces que hoy nos parece natural; pero en realidad no lo es. Se trata, entonces, de una actitud de época, de convertir la cultura popular tradicional en folklore. Por eso varios autores (por ejemplo, Gilka Wara Céspedes, o Walter Sánchez) empezaron a designar los procesos de la música y la cultura boliviana reciente como un “proceso de folklorización”, es decir, la construcción voluntaria de identidades a través de rasgos y emblemas considerados como “folklóricos”, lo que ha impactado fuertemente en lo que consideramos que es la cultura boliviana.
—¿Considera que hoy en día hay una diferencia en la música popular (pienso en música chicha, por ejemplo) y la música folklórica?, ¿o existe algo como “folklore de culto”?
—La música chicha, o la cumbia chicha, es un notable fenómeno musical peruano que arrancó a fines de los años 60 y llegó a su apogeo en la década de 1980, aunque pervive, de otras formas, hasta el día de hoy. Es un estilo específicamente peruano, pero su influencia en Bolivia ha sido tan fuerte, que incluso la palabra ha sido exportada, y me imagino que al decir “música chicha” te refieres a la cumbia boliviana que se hace desde más o menos el año 1987, cuando surgieron grupos como Maroyu, Iberia o Los Ronisch. Esta música nunca se planteó ser folklórica, ni antes ni hoy. Otra cosa es que en Bolivia la llamada “música tropical” tuviera una raigambre en la música del Oriente boliviano, especialmente los taquiraris, las polcas y los carnavales, que se tocaban para amenizar fiestas, desde por lo menos la década de los años 40. Ahí sí puede haber un cierto entronque con la música folklórica, por ejemplo en la obra del gran compositor que fue Gilberto Rojas. Pero por lo demás, la cumbia boliviana construyó un mundo aparte del folklore, y del rock.
Ahora bien, sobre un “folklore de culto”, bueno, es posible que sí lo haya, pero en todo caso ese culto será realizado por minorías selectas, por ejemplo grupos de personas que valoren la obra de Gladys Moreno, o de Matilde Casazola. Lo cierto es que estos grupos no tienen una cohesión interna tan grande como la que puede tener, por ejemplo, un grupo de seguidores de Metallica, para dar algún ejemplo, o no suelen querer cantar igual que estas grandes artistas. Propuestas musicales como Música de Maestros, por su parte, tienen una gran labor en la recuperación y recreación del repertorio musical boliviano anterior al neofolklore, y de alguna manera puede que hayan generado algo como un “folklore de culto”. Pero no sé si es algo que llegue a tener algún peso en los gustos de los bolivianos de hoy.
—¿Considera que la ola de folklore que se conoce en el exterior como lo “boliviano” representa a un sector del país (pienso en la zona andina)?
—Un rasgo del neofolklore boliviano ha sido, justamente, su marcada impronta andina. Ahora bien, no es que estos grupos no hayan interpretado o compuesto géneros como los taquiraris, o las chobenas; pero lo cierto es que, al tocar estos ritmos “tropicales” con charangos, quenas y zampoñas, el sonido termina siendo asociado con los imaginarios de la música andina. No debemos olvidar que durante una gran parte de nuestra historia, el sector más poblado de Bolivia era, justamente, la zona de las alturas andinas, además de los valles también andinos. Así que allí estaban la mayoría de los músicos y los escuchas, y su música podía ser vista como la música boliviana por excelencia, no por un efecto discriminador, sino porque era allí donde se la producía y se la consumía. No podemos olvidar que lo que conocemos como el folklore de Santa Cruz, por ejemplo, es en realidad un magnífico acervo de canciones compuestas y escritas por grandes músicos y poetas de las clases medias y altas de Santa Cruz de la Sierra y otras ciudades del Oriente boliviano. Es decir, se trata también de un “folklore” matizado por las sensibilidades de élites culturales, en este caso, de las tierras bajas de Bolivia. En todo caso, y como ejemplifican muy bien Los Kjarkas, los grupos neofolklóricos, influidos por los valores nacionalistas del 52, han buscado “la unidad en la diversidad”, cantándole a cada región de Bolivia, y haciéndolo con sus ritmos tradicionales. Entonces, no necesariamente el neofolklore boliviano es cerradamente andinocéntrico, si se me permite la expresión. En mucho de la labor de los músicos folkloristas está el imaginario de la integración de la nación a través de los géneros y los imaginarios asociados a la música popular tradicional de cada región.
—¿Cómo ve la idea de ver al “indio” como ornamento de la música (como algo exótico)?
—Es el gran tema de la música popular boliviana, probablemente desde la primera década del siglo XX. Justamente en esa época apareció, en países como Bolivia, Perú, Ecuador o México, el indigenismo, que es una corriente intelectual, política, literaria, artística y musical, que valora de manera marcada los valores de las culturas indígenas de América Latina. Desde esa época, la referencia al mundo de los indios en las obras indigenistas no fue la de verlos como algo exótico, sino más bien como el sustrato primordial de la nación, como la “esencia” pura de nuestras identidades: se ha tratado de una idealización positiva de los indios, no de una satanización o un exotismo. Claro, durante décadas de indigenismo reinante ha habido espacio para que muchos promuevan una imagen “exótica” del mundo andino, sea el cine de Hollywood de los años 50 y 60, sea la gran cantante peruana Yma Súmac, o sean los grupos de música andina que grababan y actuaban en París en la misma época. Pero en todos los casos, esta idealización de los indios andinos se basaba en ciertos valores heredados de las primeras generaciones de indigenistas, y ha redundado en un culto casi permanente de las culturas indígenas como lo más valioso que tenemos, en detrimento, por ejemplo, de nuestro legado hispánico, que es igualmente valioso. Lo que pasa es que el indio, el español, el mestizo, el cholo, el mulato, el zambo, en fin: todas las categorías de enclasamiento racial/cultural de los bolivianos, están ahí como “grupos simbólicos” que expresan los conflictos y los esquemas jerárquicos del dilema del quién es quién en Bolivia. En “La ópera chola” menciono una frase de Yolanda Bedregal que revela su pensamiento nacionalista, según la cual “no ha de ser el indio, sino lo indio que llevamos dentro” lo que haga a Bolivia grande. Es decir, se trata de una suerte de esencia inmaculada y eterna que debe aflorar en nosotros. Tenemos entonces un imaginario sobre los indios que actúa en la música popular, pero no necesariamente como un exotismo: es más bien un romanticismo populista, un culto a “la savia andina” que correría por nuestras venas.
—¿Se puede pensar en una identidad boliviana sin la música folklórica?
—Siempre es posible una transformación casi total en los gustos. No podemos saber qué escucharán, que valorarán los bolivianos, de aquí a 100 años o de aquí a 200. Nuestras identidades colectivas están construidas históricamente, no son naturales. Así que podría existir una Bolivia sin música folklórica, sí. El problema de esto es que en las últimas 10 décadas nos hemos dedicado a considerar que lo único que refleja nuestra “verdadera identidad” es el folklore, es decir, el resultado de siglos de mestizajes culturales que han marcado nuestras costumbres y tradiciones. En todo caso, una Bolivia sin folklore ni cumbia puede llegar a existir, pero parece que falta muchísimo para que eso ocurra, porque los bolivianos somos personas “fijadas” en nuestras “obsesivas señas de identidad”, como dice Edmundo Paz Soldán.
“El “neofolklore” parecía ser más “auténtico”, más cercano a las “raíces” o a la “savia” de nuestra identidad, a diferencia de la música popular que se había practicado en décadas anteriores”
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