En el momento menos pensado y mientras realiza sus labores rutinarias, la inspiración le llega y con ella, las letras de una copla. Así compone Encarnación Lazarte Zurita, la mujer que llevó a varias regiones del país los populares versos que se escuchan durante las fiestas de Carnaval, Pascua, Santa Vera Cruz, Espíritu y Todos Santos, estrofas que nacen en su regodeo constante con la naturaleza.
Ha terminado de ordeñar a las vacas; gorro, manta y buzo la cubren de la brisa, mientras su hija y su esposo trabajan en la recolección de alfa. Dicen que la Mamá Encarna, denominativo que le dieron porque es la máxima exponente de las coplas, nació cantando. Desde pequeña y cada vez que su padre Emeterio tocaba el acordeón, ella lo acompañaba con su peculiar voz, delgada, pero capaz de acomodarse a cualquier tonalidad. Hoy, a sus 79, en uno de los rincones de su vivienda ubicada en Villa Porvenir, municipio de Cliza, recuerda que pasó tiempos muy duros junto a sus padres y aun después de casada. “Mis cantos son alegres, pero mi vida es triste”, asegura al recordar algunos pasajes de su existencia marcados por la carencia de dinero. Hoy Mamá Encarna vive de la agricultura, la producción de leche y quesillo, de la venta de pichón de paloma y sus huevos, y también de la venta de sus discos.
Su certificado dice que nació el 27 de marzo de 1938, en Sunch’upampa, Cliza, en la provincia Germán Jordán de Cochabamba. Es la mayor de 10 hermanos, pero solo ella desarrolló el gusto por el canto que no fue heredado a nadie; Encarnación recuerda que su papá tocaba el acordeón mientras su madre, María Zurita, tenía preferencia por el baile. El lugar donde vive actualmente era una hacienda, “he conocido patrones”, asegura y relata que su padres trabajaban para el dueño del lugar mientras la familia sufría carencias, hasta el punto de no tener qué comer y qué vestir. Pero después de 1952, su vida mejoró. Siempre le permitieron cantar aunque nunca fuera del pueblo. Sin embargo, cuando Encarna cumplió 25 años el 2 de mayo de 1963 escapó de casa para participar en la fiesta de Santa Vera Cruz, lugar al que su papá le había prohibido asistir.
Ella cuenta que salió de Cliza caminando, y que en el recorrido encontró a dos jóvenes que también iban a cantar; animadas, las amigas buscaron músicos y se presentaron en la fiesta. Tomaron chicha y al calor del elixir entonaron sus coplas a viva voz. Eran varias las mujeres que cantaban pero ninguna como Encarna, y su voz quedó registrada en una cinta. “Cantá, te vamos a grabar”, le dijo aquella vez el productor y empresario Laureano Rojas, quien no preguntó su nombre ni de dónde venía.
A lo largo de su carrera ha recibido innumerables reconocimientos, aunque el sello para el cual grabó sus mejores temas nunca pagó lo que debía.
Terminada la fiesta y al no saber cómo encontrarla, Laureano la buscó durante tres meses por todo el valle alto; las estrofas grabadas se difundieron en radios locales, ofreciendo una recompensa a quien ubicara a la jovenzuela dueña de aquella hermosa voz. Y cuando la encontró, comenzó su fama pero también su calvario. Si bien hacía lo que más le gustaba en la vida, que era cantar, nunca recibiría remuneración alguna que la ayudara a salir adelante. Con la cabeza agachada, el semblante triste y sosteniendo sus manos, Encarna relata que en 1963 grabó el primer disco junto a los músicos Ananías y Abel Rocha. También ese año firmó un contrato con la disquera Lauro Records por cuatro temporadas, pero el documento la mantiene hasta ahora “presa”.
El dueño de la disquera le prometió un salario, y si moría habría una renta para sus hijos, pero nunca vio el dinero. Le ordenaban cantar, muchas veces ella se molestaba y con el afán de evitar peleas les decía que “no había chicha” para inspirarla. La llevaban a todo lado, especialmente a las minas de Oruro y Potosí. “Ahí la gente me regalaba algunas frutas y verduras, pero no podía ni comprarme una pollera”, dice mostrando sus ropas. Una vaca, y en dos ocasiones útiles escolares para sus hijos, fue lo único que recibió del empresario, que además de obligarla a cantar, registró las coplas, cuecas y huayños bajo el sello discográfico de su propiedad. “Me ha engañado, ¿no?”, dice y cuenta que aprovecharon su analfabetismo además de que tampoco habla castellano. De lengua quechua, Mamá Encarna siempre se ocupó de las labores del campo; durante esta faena, cuando iba a cortar alfa, fue “robada”, como se acostumbraba entonces, por Ángel, su esposo. Ocurrió a sus 37 años, “mayor, ¿no?”, expresa y un saludo interrumpe la plática. Es don Ángel, que luego de ver a su esposa, se marcha a trabajar. Llevan 42 años juntos; al principio, él no dejaba que Encarna cante pero al ver que no se ganaba mucho con la agricultura, le permitió hacerlo. “Por la plata me mandaba”, cuenta ella, además de confesar que solo la puede acompañar con silbidos pues no toca ningún instrumento musical. La pareja tiene tres hijos: Teresa, de 40 años, que vive con ella; Hortensia, de 39 que reside en España, y Pedro, de 37, que radica en Estados Unidos. Ninguno gusta de la música o el canto, según Teresa, porque esta actividad solo trae “perdición”. Por eso ella tomó otro camino y asiste a una iglesia evangélica.
Teresa dice que le desagrada mucho la actividad artística de su madre, pero “si a ella le gusta, que haga lo que le gusta”. Uno de los problemas es la infaltable chicha que se consume en las fiestas donde se presenta, a lo que se suman los celos de don Ángel que ocasionan riñas, desde entonces hasta ahora, cuando los varones piden canciones en medio del lisonjeo a la cantora. “Voy a cantar hasta que me muera, en quechua, chuita (clarito)”, manifiesta la coplera, quien al recorrer su vivienda y cultivos, al dar de comer a las vacas, ordeñarlas, o al alimentar a conejos, gallinas o palomas, compone. “Las canciones son de mi mente, de todo lo que escucho y veo”. Inspiración no falta pues en la casa tiene a quienes cantarles. Arriba de las conejeras, sobre el techo, ollas de barro cobijan a sus palomas o urpis, como se les dice en quechua a las aves y también a las mujeres, “cuando se les habla con cariño. Viéndolas en los árboles y escuchando la bulla que meten en la mañana, me he inventado una canción, Urpi”. Esta es una de sus primeras cuecas que también fue grabada por el grupo Amaru. Y no es la única. De acuerdo con información recopilada por Vimar Chire Heredia, músico y fundador del Centro Takina Wasi, destinado a la recopilación de material discográfico, canciones de Encarnación forman parte del repertorio de Amaru (Urpi) y de los afamados Los Kjarkas (Palomitay), quienes atribuyen esas letras a Laureano Rojas o a la disquera Lauro. “En la revisión que realicé del material, pude confirmar que estas canciones son de ella y fueron grabadas por otros grupos, que no reconocen su autoría”, afirma Chire.
Encarna. Sus familiares se refieren a ella como la Mamá Encarna, denominativo que le dieron porque es la máxima exponente de las coplas.
Plagios
Urpi es parte del disco Cuecas y Carnaval de 1966 y es interpretada por Amaru desde 1992. La canción fue rebautizada como Urpi qochalita y es el cuarto tema del álbum Amaru, alto nivel en folklore. Esta cueca también es cantada por Martha Soto y el grupo Herederos, que la presentan como propia “con algunos cambios en las estrofas”, explica el investigador. En el caso de Palomitay o Torcaza, nombre original de la cueca compuesta en 1969 y que es parte del disco Carnaval alegre, es interpretada por Los Kjarkas, que grabaron la canción en el disco Kjarkas desde Japón, cuya letra es atribuida, también, a Laureano Rojas. Este tema también figura como composición de diversos autores como Marina Claros, Marina Torrico, Pascual Cano, Macario Pinto y Ramiro Alcócer, que realizaron algunos arreglos y cambios en la letra para presentarla como de su autoría.
La socióloga Tania Suárez, cuya tesis se centra en la copla valluna, contó que Lauro registró 30 discos como suyos, entre cuecas, huayños y, sobre todo, coplas. Estas últimas, casi todas compuestas por Encarnación, son reproducidas por otras copleras y copleros con algunos arreglos. “Ella compone, si bien el ritmo es genérico, las letras las inventa, las saca de su diario vivir y sirven de matriz para las composiciones de otros artistas”, explica Suárez.
Uno de esos fenómenos es la copla titulada Burrituymanta waq’ani. Cuentan que Encarna debía grabar un disco pero no llegó a la disquera porque su burro, que la llevaba a la ciudad, murió. Alarmado, Laureano la visitó para ver qué había pasado, entonces la encontró llorando y cuando preguntó, ella contó lo ocurrido y ahí nació la copla que dice: “Waqani waqani, chaipis burritullayman waqani (si lloro, solo lloro de mi burrito)”. Así son las composiciones de la mujer que “encarna” en las coplas sus vivencias, aquella que nunca tuvo un sueldo pero gana algo de dinero con sus discos, que curiosamente los compra al sello Lauro para revenderlos en sus presentaciones. “Me vende a seis y yo vendo a Bs 10, él me dice a 20 vendé, pero quién me va a comprar”. Con todos los ahorros logró adquirir un terreno y construir habitaciones a medias aguas. Hace dos años, en 2015, al menos 300 personas invadieron su terreno e intentaron quitarle el sitio donde cultiva maíz choclero.
Al recordar ese pasaje y las veces que fue víctima no solo del destrozo de sus cultivos, sino también de agresiones físicas, sus lágrimas no pueden ser contenidas. Por varios años juntó cada centavo fruto de las presentaciones. “Cantando me he comprado y la gente no cree, si no trabajo, ‘¿con qué dinero has comprado?, ¿buena cantante te crees, con eso has comprado?’, me decían, no respetaron nada, ni mis sembradíos, entraron con máquinas y he rogado que no me quiten”. La pugna duró varios meses y al final logró evitar el loteamiento. Sus tierras no están amuralladas por falta de dinero, solo la casa que tiene algunos cuartos de adobe y otros de ladrillo. En el recorrido muestra algunos de sus reconocimientos que están colgados en las paredes de la vivienda. En la cocina, tiznada por el humo, un fogón y leña hacen posible el almuerzo, p’uti de chuño y papas blancas, que comparte con sus visitas.
Mamá Encarna es una mujer sencilla en su trato, capaz de acoger a la gente a pesar de sus carencias y no pedir nada a cambio. Nunca reclamó a Lauro que vendió más de 5.000 discos y evitó pagar regalías a la compositora, tampoco a las autoridades departamentales o municipales, que en los últimos años le entregaron un reconocimiento por su arte, y nada más. “Qué voy a pedir, nada me van a dar, la gente más bien me va a criticar si pido algo”, cuenta y afirma que no tiene ni un disco grabado en Lauro. “Solo escucho en la radio y a ratos canto, bailo también, a veces lloro de emoción al recordar”.
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